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Acaba de comenzar un nuevo curso escolar mientras seguimos luchando con una pandemia que ha puesto a prueba los valores de responsabilidad colectiva en la sociedad vasca.
Cuando tratamos de hacer un balance de lo sucedido surge insistentemente la misma pregunta: ¿Estamos realmente avanzando en el respeto y cuidado de lo común?
La mirada se dirige hacia los jóvenes que sorprenden con sus botellones y hacia el sistema educativo que lucha con las dificultades del bilingüismo, del trilinguismo, acentuadas por la creciente participación en la escuela de los hijos de una nueva población inmigrante con idiomas y culturas familiares muy diferentes.
Se debate sobre la ideología que se inculca en los centros educativos o sobre la influencia de las nuevas tecnologías y se buscan soluciones precipitadas, como hace la última Ley de Educación, tratando de facilitar unos programas personales “a medida”. Falta profundizar más en la evaluación de los indicadores que miden la eficiencia del sistema y evaluar con mayor rigor la consistencia real de las soluciones que se proponen o imponen.
Expertos en política educativa señalan al modelo de educación pública de los países del norte de Europa como un ejemplo a seguir, convencidos de que su éxito en los índices escolares está en las raíces de su “estado de bienestar” caracterizado por unas relaciones laborales equilibradas y cooperativas, por niveles relativamente bajos de desigualdad, y por una creciente movilidad económica entre generaciones.
Pero, ¿de quién depende la educación? ¿depende solamente de las Leyes de Educación, del esfuerzo de los maestros, de su dotación económica?
No tan exclusivamente como se pretende. Hay otro factor más influyente que la Escuela en relación con los valores morales, incluso con los conocimientos adquiridos, y sobre todo con los comportamientos (praxis) de las nuevas generaciones. Este factor prioritario y condicionante máximo de la educación y del desarrollo personal es “la propia sociedad” con su cultura, sus costumbres, sus incentivos y su aprobación o rechazo de determinados comportamientos sociales. También es responsable de los recursos intelectuales, morales y económicos que ella misma dedica al sistema escolar.
Un estudio reciente del Premio Nobel de Economía J. Heckman compara los resultados del sistema educativo de Dinamarca y de EE. UU. Su conclusión es que la familia y el entorno urbano y social tienen una influencia decisiva respecto a la formación de las nuevas generaciones y que esta influencia es tan importante en Dinamarca como en EE.UU.. Entre ambos países existen grandes diferencias en sus políticas sociales y en el propio sistema de educación pública universal. Pero la influencia de la familia y del entorno urbano y social en los resultados educativos es comparativamente igual en ambos países. Y la generosa provisión de medios que Dinamarca concede al sistema educativo no llega a eliminar la persistente desigualdad en la formación de las personas, ni las rigideces tradicionales en la movilidad socio-económica intergeneracional.
Heckman concluye que la mayor igualdad y movilidad socio-económica que admiramos en Dinamarca las consigue fundamentalmente a través de los Impuestos y las transferencias distributivas, pero que todavía hoy no ha logrado la igualdad real de oportunidades a través de la capacitación intelectual y moral que se supone debería conseguir la Educación gratuita y universal. La sociedad penetra y configura la escuela.
Esto quiere decir que la Escuela, la Academia, no se puede entender como una maquinaria burocrática independiente del resto de la vida social. La Escuela nace y crece, sana o enferma, nutriéndose del comportamiento de todos los ciudadanos con su cultura y con sus prácticas sociales reales, no solamente las proclamadas. Es hija de la cultura realmente vivida de esa sociedad. Los maestros, como los alumnos, pertenecemos al mundo y entorno en el que vivimos, y los padres de los alumnos y todos los ciudadanos pertenecen igualmente, sean conscientes o no, al mundo de la escuela. No hay un espacio privilegiado para la construcción de comunidades morales. Todos jugamos y somos responsables del mundo que construimos.
Si queremos que el conocimiento del euskera aumente, habrá que usarlo en la calle (las familias, la sociedad). Si queremos que el comportamiento cívico cambie, la sociedad deberá practicarlo y promoverlo. Obtener las mismas oportunidades económicas partiendo de diferentes entornos socio-económicos a través exclusivamente de la educación escolar y universitaria parece que no es tan fácil como quisiéramos.
Paulina Etxeberria
Doctor en Economía- IE University y miembro de la Fundación Arizmendiarrieta
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DON JOSE Mº ARIZMENDIARRIETA
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